Hace poco más de veinte años, era imposible imaginar que casi cualquier persona llevaría en su bolsillo una cámara de alta calidad, al alcance inmediato de su mano y siempre lista para capturar imágenes al instante. Hoy, sacar foto tras foto es un gesto cotidiano y prácticamente automatizado: apuntar y disparar.

Ya no es necesario preocuparse por las complejidades de la era analógica, como la sensibilidad de la película, la apertura del diafragma, el tiempo de obturación o el siempre latente temor a velar el rollo al abrir accidentalmente la tapa de la cámara antes de rebobinarlo. La fotografía, un arte que alguna vez estuvo reservado solo a profesionales o aficionados con conocimientos técnicos, se ha convertido en acto casi instintivo gracias a la omnipresencia de los smartphones, diseñados -entre otras cosas- para simplificar al máximo los procesos fotográficos.

El acceso inmediato a una cámara hizo que rápidamente las fotos se convirtieran en una parte inseparable de nuestra vida diaria, con un asombroso promedio de 5.300 millones de imágenes capturadas cada día en todo el mundo, unas 64.000 por segundo.

Los primeros teléfonos con cámara integrada marcaron el inicio de la fotografía móvil

Las estadísticas más recientes estiman que en 2024 se sacaron casi 1.934.500.000.000 fotografías, una cifra gigantesca que resulta difícil de dimensionar. Para ponerlo en perspectiva, si cada una de esas fotos se imprimiera en formato estándar (10x15 cm) y se colocaran una junto a otra en línea recta, se podrían hacer aproximadamente 377 viajes de ida y vuelta a la Luna. La gran mayoría de estas imágenes, un 94%, fueron capturadas con un celular, sin lugar a dudas las cámaras predominantes de nuestra era. No es de extrañar, entonces, que un usuario promedio tenga almacenadas alrededor de 2.000 fotos en su dispositivo.

Esta sobreproducción de imágenes resulta en una curiosa contradicción moderna, sacamos más fotos que nunca en la historia, pero casi nunca nos tomamos el tiempo para mirarlas con atención. Antes, cuando teníamos que cuidar el disparo y revelar cada rollo, cada imagen tenía un costo real y un valor especial. Las mirábamos una y otra vez, las guardábamos en álbumes, las pegábamos con imán a la heladera y las compartíamos con amigos o en reuniones familiares. Nos sentábamos a mirar fotos viejas como si se tratase de un todo un evento.

Evolución del número de fotos tomadas anualmente en el mundo (Matic Broz, Photutorial)

Ahora es normal tener miles de fotos de todo tipo, tomadas de a docenas, donde apenas se diferencian unas de otras. Una salida con amigos, el gato durmiendo, una selfie en el gimnasio... Una enorme colección de recuerdos al alcance de la mano, que, sin embargo, rara vez nos sentamos a ver como se hacía antes. Capturamos el momento y después lo enterramos, entre cientos de otras imágenes, en la galería del celular. Esta abundancia de fotos, irónicamente, parece haber diluido el valor emocional que antes tenían esas pocas imágenes que guardábamos como tesoros. Es como si al poder fotografiar todo, todo se hubiera vuelto menos memorable.

Al mismo tiempo, el almacenamiento se ha convertido en una necesidad invisible, pero esencial. Cada foto digital ocupa espacio, y la cantidad acumulada crece a un ritmo imparable, por lo que la nube se ha convertido en una solución natural, aunque no está libre de riesgos. Confiamos en que nuestros recuerdos quedarán resguardados en servidores remotos, accesibles en cualquier momento y desde cualquier dispositivo. Sin embargo, este sistema tiene vulnerabilidades que rara vez consideramos.

Un usuario promedio puede tener almacenadas alrededor de 2000 fotos en su dispositivo

¿Qué pasa si, por alguna razón, perdemos el acceso a nuestra cuenta? ¿O si, de un día para el otro, servicios como Google Fotos o iCloud dejan de existir? ¿Cuánta gente tiene realmente un backup de todo? El respaldo en la nube nos da una falsa sensación de seguridad, cuando en realidad nuestros recuerdos están a merced de factores que escapan a nuestro control.

Por otra parte, los pendrives se pierden, los discos rígidos se rompen, y un celular puede ser robado en cuestión de segundos. Años enteros de recuerdos pueden desaparecer en un abrir y cerrar de ojos.

Otro gran desafío para la preservación de nuestras fotos digitales es la muerte, un tema del que nadie casi habla. Mientras que un álbum físico se hereda naturalmente, pasando de mano en mano y de generación en generación, el legado digital es muchísimo más complejo. Cuando alguien muere, sus fotos digitales quedan atrapadas detrás de contraseñas, bloqueadas en celulares o dispersas en la nube, esperando el inevitable momento en el que un proceso automatizado cierre la cuenta por falta de actividad, eliminando esos recuerdos para siempre.

El espacio de almacenamiento, una necesidad invisible pero esencial.

En cambio, esas viejas cajas de fotos que encontramos en el placard de los abuelos siguen ahí, accesibles, contando historias familiares sin necesidad de claves ni permisos. Esas imágenes en blanco y negro o sepia que, aunque amarillentas, todavía podemos sostener en nuestras manos. Sobrevivieron mudanzas, inundaciones y el paso de los años. No necesitan ningún dispositivo especial para verlas ni formatos compatibles. Están ahí, tangibles, resistentes, listas para ser redescubiertas.

“Hace un par de meses encontramos una caja con fotos en diapositivas de familiares, muchos de ellos que ya no están”, cuenta a este cronista Alan Monzón, reportero gráfico de Rosario3. “Imágenes de nuestros padres y abuelos de jóvenes. Y fue todo un acontecimiento. Conseguimos un proyector y nos juntamos en reunión familiar a verlas. El hecho de tener esas pocas imágenes en formato físico de aquellos años 70 y 80 de nuestra familia resultó ser una grata sorpresa y una linda experiencia. Muchas veces, menos es más”, reflexiona.

Ya no se trata de conservar las fotos, es también pensar cómo asegurarnos de que nuestra historia visual pueda pasar a las próximas generaciones cuando ya no estemos. Por eso muchos todavía eligen imprimir sus fotos más importantes. Hay algo tranquilizador en tener esa copia física, que no depende de contraseñas, actualizaciones, pagos mensuales o la buena voluntad de las empresas tecnológicas para sobrevivir.

Cada foto es una pequeña cápsula del tiempo que nos conecta con el pasado

“Hoy en día, imprimir fotos se ha convertido en un regalo original”, cuenta a Rosario3 Matías, empleado de la tradicional casa de fotografía de Entre Ríos al 700. Con más de 50 años de trayectoria, este negocio familiar es quizás uno de los últimos refugios donde aún se pueden comprar y revelar rollos de película fotográfica. “Ya no es más llenar un álbum, sino hacer momentos muy concretos que recuerdan un evento o una situación especial, como un viaje, un cumpleaños o un casamiento”.

La foto en papel no solo tiene una presencia real y ocupa un lugar en el espacio. Es una cápsula del tiempo que al sostenerla en la mano, nos conecta directamente con ese momento del pasado. “Me da la sensación que la percepción del público hacia las fotos digitales en comparación a las impresas es distinta”, plantea Alan. “En su gran mayoría, las personas se toman un tiempo más en observar fotos impresas. Las analiza con más detalle, les presta atención. Incluso se acerca al papel y hasta las huele, como que aparecen otros sentidos, incluso si es una foto actual. Pasa lo mismo con una pintura, ¿no? El hecho de estar todo el tiempo frente a una pantalla hace que la experiencia con la foto en papel sea distinta”.

Esa forma de valorar la fotografía impresa también se refleja en las tendencias actuales de impresión. Matías confirma este cambio en la manera de valorar las imágenes en papel: “Antes, casi todas las copias se hacían en 10x15, pero ahora hay mucha demanda de formatos más grandes, como 13x18, impresiones estilo Polaroid, fotolibros y fotos para colgar con broches o en portarretratos”, explica. La gente no solo quiere verlas, sino integrarlas a su espacio y hacerlas parte de su vida cotidiana. 

El fotolibro, la evolución natural del tradicional álbum de fotos

De todos modos, se imprime mucho menos que en el pasado. “En la época de rollos era gente a empujones queriendo revelar, todos apretados. Eso no existe más”, recuerda Matías. “Hay momentos, como el Día de la Madre, de los Enamorados o Navidad, que se vive algo parecido, aunque ahora la cosa es totalmente diferente”.

La practicidad de la foto digital es indiscutible, pero su fragilidad es su mayor debilidad. No se trata de imprimirlo todo, sino de elegir los momentos más significativos para materializar nuestros recuerdos, preservando la identidad y transmitiendo la memoria más allá de la finitud de nuestra vida. Un testimonio tangible de nuestra existencia que podemos pasar a las siguientes generaciones sin miedo a que el paso del tiempo lo vuelva incompatible. Mientras exista el papel, existirá la imagen y con ella, la historia que cuenta.