La era Trump está consolidando un fenómeno sin precedentes: la fusión del poder político con el dominio absoluto de los multimillonarios tecnológicos. Figuras como Elon Musk, Peter Thiel y Mark Zuckerberg han dejado de ser meros actores del mercado para convertirse en arquitectos de políticas públicas, financiadores de campañas y asesores en las sombras. Este selecto grupo dejó de limitarse al rol tradicional del lobby para pasar a controlar las infraestructuras digitales que modelan la opinión pública, intervienen en elecciones y diseñan estrategias gubernamentales bajo la lógica del beneficio privado.
Jamás había ocurrido algo similar, ni con esta escala ni con tal despliegue global. El mundo se encuentra ante la concentración de poder más escandalosa que se haya visto en la historia reciente. Con Donald Trump en la Casa Blanca, esta simbiosis alcanza su máxima expresión: una administración que no solo protege sus intereses, sino que los convierte en su motor de acción, desplazando los contrapesos democráticos en favor de una élite que redefine las reglas del poder a su medida. La figura de Elon Musk es la máxima expresión de este movimiento.
El sudafricano ha conseguido lo impensado: no sólo es el hombre más rico del mundo -su fortuna dobla a la de Jeff Bezos, el segundo en la lista- sino que ahora también ocupa un rol clave en la administración trumpista. De esta manera se convierte en un actor central en la gobernanza de la mayor potencia mundial. Además, lo hace con un propósito claro: perturbar el orden económico y social a nivel nacional e internacional. Su plataforma X no es solo una red social, sino un arma de influencia masiva que le permite moldear la opinión pública y desestabilizar los equilibrios tradicionales.
Desde su consolidación como figura clave en Washington, la riqueza de Elon Musk no ha hecho más que multiplicarse. Su empresa de autos eléctricos Tesla ha visto un alza del 90 por ciento en sus acciones pero no por sus ventas (que han permanecido estancadas) sino por la confianza de Wall Street en su capacidad para influir en la regulación de vehículos eléctricos y conducción autónoma. Al mismo tiempo, SpaceX, que ya ha absorbido varias funciones esenciales de la NASA, se perfila como una de las grandes beneficiadas de su cercanía con la Casa Blanca.
Estos datos ubican al jefe de Tesla, SpaceX, xAI y X como el ciudadano privado más poderoso de Estados Unidos y entre los más influyentes del mundo.
Aunque su influencia no pretende ser sólo económica, sino que despliega su ideología posicionándose como uno de los referentes de la ultraderecha global. El saludo militar nazi -que realizó dos veces en público el día de la asunción de Trump- no se trató de una provocación casual, sino de un reflejo que confirma su orientación. Está a la vista de todos como su plataforma X ha amplificado discursos neonazis y teorías conspirativas buscando deslegitimar a las instituciones democráticas.
Estas acciones se suman a su explícito apoyo al partido de extrema derecha alemana “Alternativa para Alemania” (AfD), afirmando que “solo la AfD puede salvar” al país. Hace unos días, el magnate participó por videoconferencia en un mitin del partido, donde instó a los seguidores a “superar la culpa del pasado” y enfatizó la importancia de preservar la cultura alemana. Estas declaraciones fueron interpretadas como una referencia a la historia nazi y suscitaron fuertes críticas de diversas figuras políticas y sociales. Pronto se sabrá si su involucramiento influye -o no- en las elecciones de finales de febrero.
Pero Elon Musk no siempre fue así y tuvo una etapa en la que se alineó con posturas progresistas. Hasta hace pocos años, hizo contribuciones a políticos demócratas, apoyando públicamente a Barack Obama y Hillary Clinton en sus campañas presidenciales. También ha sido un ferviente defensor de las energías renovables y la lucha contra el cambio climático. Fundó Tesla con la misión de acelerar la transición hacia la energía limpia. Durante la primera presidencia de Trump, criticó la decisión de retiro del Acuerdo de París sobre el cambio climático y hasta abandonó un consejo empresarial del gobierno en protesta.
Pero fue más allá. En 2017, defendió la necesidad de una inmigración más abierta, especialmente en el sector tecnológico, argumentando que Silicon Valley se beneficia de talento extranjero. En distintas entrevistas se ha expresado en el sentido de crear un ingreso básico universal y antes de adquirir Twitter (ahora X), defendió la moderación de contenido y se mostró crítico con la desinformación y el abuso en redes sociales. Pero a partir de 2020, Musk comenzó a girar hacia la derecha más rancia.
¿Que ha pasado para que ocurra este giro tan radical en su comportamiento?
Con la pandemia comenzaron a radicalizarse los discursos de manera global y a girar hacia la derecha. En Estados Unidos esta corriente fue muy fuerte. En esta época, Elon Musk se enfrentó con el gobierno de California por los cierres obligatorios en sus fábricas. Fue entonces cuando comenzó a denunciar a la “cultura woke” y a alinearse con figuras como Trump, Ron DeSantis y la extrema derecha europea. Su compra de Twitter marcó un punto de inflexión, ya que convirtió la plataforma en un megáfono para discursos conservadores y teorías conspirativas.
Aunque hay quienes marcan dos hechos clave en su vida que lo llevaron a emprender una cruzada personal contra lo políticamente correcto. Uno, es la transición que realizó su hijo Xavier Alexander Musk (uno de los cinco que tuvo con su primera esposa) que pasó a llamarse Vivian Jenna Wilson. El empresario contó que “fue una tragedia familiar” y afirmó haber sido engañado para firmar la documentación necesaria para el cambio de género. Y por primera vez, declaró que su hija había sido “asesinada por el virus woke”.
El otro hecho ocurrió durante el gobierno de Biden. El demócrata organizó un evento clave para el futuro de los vehículos eléctricos, pero decidió ignorar a Musk. En su lugar, destacó a General Motors y a su directora, Mary Barra, como referentes de la industria. Lo hizo pese a que en ese momento Tesla dominaba el mercado con un 66 por ciento de participación, frente al escaso 9 por ciento de su competidor. Fue entonces cuando el magnate lanzó una respuesta directa y desafiante: “No encontrarás a un amigo mejor que yo, ni tampoco peor enemigo”.
Hace apenas diez días que Elon Musk asumió el recientemente creado “Departamento de Eficiencia Gubernamental”, una iniciativa con el fin de reducir el tamaño de la plantilla federal. Planea hacerlo de manera similar a cuando compró Twitter -en octubre de 2022- despidiendo al 75 por ciento de la plantilla. Entre crisis financieras, turbulencias internas y un desplome en su cotización, la red social logró mantenerse operativa contra todo pronóstico. La gran incógnita es: ¿Logrará reproducir esta tarea en la administración pública norteamericana?
Lo cierto es que el empresario se mueve en una zona gris. La ausencia de un cargo oficial en el gobierno le permite operar con un nivel de influencia que evade los controles tradicionales del poder político. Al no necesitar la confirmación del Senado, queda fuera del escrutinio formal que enfrentan otros funcionarios de alto rango, lo que le otorga una libertad de acción sin precedentes. Musk no está sujeto a códigos de ética gubernamentales ni a obligaciones de transparencia que rigen a los servidores públicos. Puede asistir a reuniones clave, influir en decisiones estratégicas y moldear políticas sin que exista un mecanismo claro para fiscalizar su impacto.
El riesgo más evidente de su flamante trabajo es el de los conflictos de intereses. Como dueño de Tesla, SpaceX y X, Musk tiene intereses financieros directos en múltiples sectores que dependen de regulaciones gubernamentales. Trabajar en la administración de Trump le permitirá moldear políticas que beneficien a sus propias empresas, desde incentivos a la industria automotriz hasta contratos multimillonarios en el sector aeroespacial. Y sin olvidar su influencia en X que le otorga una herramienta poderosa para intervenir en la narrativa pública, amplificando discursos favorables a su agenda y deslegitimando a quienes lo critican.
En términos históricos, esta fusión entre poder económico y acceso directo al gobierno representa un paso más en la erosión de los límites entre lo público y lo privado. En esencia, Musk opera dentro del poder sin estar sujeto a él, en una posición que le permite influir en decisiones de Estado sin asumir ninguna de sus responsabilidades. Este nuevo modelo de liderazgo empresarial dentro de la política no sólo pone en cuestión los límites del sistema democrático, sino que refuerza la idea de que la acumulación extrema de riqueza ya no solo compra influencia, sino que permite directamente, moldear el destino de una nación.