–Tengo muchos amigos que han encontrado plata, oro, y eso es una bendición. Si encontrás algo bueno te para para toda la vida. El otro muchachito de allá encontró un lingote de oro.
– El otro día me encontré una planchita para el pelo.
–Una vez venía sin nada y, de repente, encontré 37.000 pesos en una bolsita. Hay chicos que han encontrado un anillo o un arito de oro. Son cosas que te salvan el día.
–El otro día, un muchacho, dio un par de vueltas y se ganó 26 mil pesos con papel blanco.
Ni Jonatan, ni Rosa. Ni Gabriel ni Marcelo son piratas y tampoco son cofres del tesoro los volquetes de basura que revuelven cada día para ganarse la vida. Son cartoneros, pero sobre todo, fervientes creyentes en que la suerte está en la calle.
Hay un rincón en Rosario en el que a los cirujas se los llama recolectores de residuos, recicladores y emprendedores. Trabajadores. Un triangulito recortado por las calles Richieri y Montevideo, cercado por paredones dibujados y rejas, que mira de frente la vieja cárcel de varones que nadie, salvó los familiares de los presos, quiere en ese lugar céntrico en el que la ciudad palpita rápido, a donde llegan difusos los aromas de los rosedales del parque Independencia y el eco del grito futbolero de club rojinegro. Ahí, justo en la esquina, el Centro de acopio municipal es la parada de unos cien cartoneros, apenas un 10 por ciento de los 819 laburantes censados este año por el gobierno local, solamente, en el macrocentro rosarino. Fue abierto en 2021 cuando hurgar la basura se consolidó como una forma de sobrevivir ante la falta de changas, y hoy, tres años después, ya tiene forma de casa siempre abierta. Un pedacito de techo que le disputa cada centímetro a la intemperie.
Jonatan achina los ojos a pesar de la gorra. El sol del mediodía le pega en la cara morena y joven. Tiene 26 años. La ropa deportiva le cuelga en su cuerpo largo y delgado que no para de moverse en el patio del centro de acopio en donde despedaza cajas y apila sus partes. Una cumbia suavecita sale de su celular y se mezcla con las risas de otros pibes, también cartoneros. Acaban de llegar de volquetear toda la mañana y es momento de organizar los materiales encontrados y venderlos. El proceso va dejando en el suelo pedacitos de papel, envases, plásticos retorcidos, restos de cosas. Lo incompleto abunda en montoncitos que alfombran el predio municipal.
“Empecé por necesidad porque tengo mujer y dos hijos. Mi concuñado me dijo de cartonear”, cuenta Jonatan sobre su comienzo como recolector hace tres años. Antes había sido ayudante de albañil y panadero. “Como yo vivía en zona sur y conocía el centro, me mandé con una carreta. No sabía bien qué juntar y no hacía mucho”, recuerda. También, el miedo que sintió la primera vez, y que hoy persiste, de “abrir una bolsa y encontrar un muerto”. “Un compañero abrió una bolsa y encontró un bebé, entonces, me da miedo lo que pueda encontrar. Lo bueno y lo malo. Porque te lo quedás para toda la vida”, sentencia.
Un lugar en el mundo
En los primeros tiempos, Jonatan vendía sus materiales en uno de los 8 puntos de acopio que existen en Rosario, organizados bajo el ala estatal a fin de ordenar un poco la escena que se repetía en distintas esquinas céntricas: cartoneros reuniendo sus cajas y botellas a cielo abierto, en medio del tránsito furioso. Puro caos post 2001.
En 2021, la Municipalidad de Rosario abrió su propio Centro de acopio en Richieri y Montevideo, una instancia única en el país. En principio, congregó a los trabajadores de 3 puntos de acopio locales, cada uno con su “referente” –persona que provee a los recolectores de una carreta y luego, compra los materiales recogidos para revenderlos a empresas– y el año pasado empezó a recibir a carreteros “independientes”, en su mayoría, desempleados que optan por el cirujeo como una alternativa a la indigencia. Desde entonces, recala ahí: “Acá es distinto, hago una diferencia”, asegura.
Pero no solamente el Estado buscaba limpiar las calles de cartón y residuos. La intención de contar con un centro de acopio municipal es también promover mejores condiciones de vida a través de programas de inserción social, para estos laburantes que son cada vez más. En septiembre de 2024, la Municipalidad presentó un informe basado en el censo de recuperadores urbanos que llevó adelante la Secretaría de Desarrollo Humano. Según ese trabajo, en Rosario actualmente hay un 40% por ciento más de cartoneros que en 2021. Además, se pudo determinar que el 13% de esas personas censadas, se volcó a la actividad en lo que va de este 2024.
Unos cien cartoneros paran en la “esquina ciruja” por día. El predio abre a las 6.30 y cierra a las 5 de la tarde. A cargo hay un grupo nutrido de funcionarios municipales con amplia experiencia en el campo social, quienes siguen de cerca a cada uno de los trabajadores sin intervenir en el proceso comercial que se concreta entre ellos. El objetivo es ofrecerles no solamente un espacio en el que puedan conseguir su dinero a través de la venta de papel o cartón, un lugar de referencia–muchos de ellos usan la dirección del centro a la hora de buscar empleo o hacer trámites– o un techo que los proteja del viento y la lluvia, sino sobre todo, un rincón que hagan propio en el que puedan estudiar, vacunarse, comer y bañarse y en el que se atrevan a pensarse como trabajadores indispensables, los primeros ecologistas de la ciudad.
Orgullo cartonero
Los ojos de Rosa reverdecen en medio de la luz gris de la tarde. Es septiembre y una tormenta de primavera revuelve cielo y tierra sin que caiga una gota de agua. El tiempo no le importa, ni ahora, debajo del techo del centro de acopio donde descansa por un rato ni cuando arrastra su carreta cuadras y cuadras, durante horas. “Prefiero el frío, pero el calor lo pasás con agua. Si llueve, mucho mejor. Se moja el cartón y pesa un poco más”, sonríe.
La mujer que no le teme al cielo tiene 53 años y es cartonera de toda la vida. Su padre le enseñó el oficio cuando, durante los fines de semana, la retiraba del colegio del Buen Pastor donde era pupila, para salir con el caballo. Nunca hizo otra cosa en la vida y asegura que no cambiaría su trabajo por nada en el mundo. Manos negras y fuertes sostienen un gancho largo que usa para abrir los volquetes-cofres: “Este es el mejor trabajo y yo lo hago con mucha honra. Criás a tus hijos y nietos mejor y con valores. Esto es mi vida”, se define y añade: “Me gusta ganarme la plata con mi esfuerzo y no depender de nadie. Mientras yo tenga vida y pueda con la edad que tengo, le doy para adelante. Y el cuerpo me da”.
En general, una persona que sale a carretear camina unas 12 horas diarias y revisa unos 30 contenedores para hacerse, en promedio, una suma que apenas supera los 200 mil pesos mensuales. Sin embargo, Rosa se desmarca del agotamiento y el desgaste físico que supone arrastrar tantos kilos sobre el lomo por una suma tan magra. “Yo no siento cansancio. Miro un volquete y ya estoy caminando y caminando para revisar otro. Y sin darme cuenta y cuando me quiero acordar estoy re lejos. Lo siento como desafío”, devela.
La voluntad que emerge de sus palabras es, seguramente, la que la sacó de un estado depresivo cuando se quedó en la calle con una de sus hijas y una nietita. Y, además, la posibilidad de integrarse al centro de acopio municipal en el que pudo vincularse con laburantes como ella y formar un grupo con el que desayunar, compartir un pucherito al mediodía y charlar mientras se fuma un cigarrillo.
Afuera del “triangulito”, el aire suele respirarse más espeso. “Hay mucha gente que discrimina y yo le pido que no nos discrimine porque nosotros recolectamos todo lo que no les sirve. Muchos cuando pasamos se ríen. Una vez una señora se agarró la cartera cuando entré en una carnicería en la que me dan menudos y huesitos con los que hago sopa. Y le dije que no tengo necesidad de andar sacándole a los demás lo que no me corresponde. Lo que quiero me lo gano y bueno, esa señora me terminó dando ropa y un abrazo. Hay gente que nos tiene a nosotros los cirujas como gente mala, pero yo creo que no hay que meter a todos en una bolsa porque no somos todos iguales”, manifestó apenada.
A su lado, Gabriel estira las piernas con cuidado. A diferencia de Rosa, reconoce el dolor en sus articulaciones enfermas y encima, exigidas por la caminata diaria –dice que recorre a pie unas 70 cuadras por jornada– y el detenimiento minucioso en cada container a revisar. Los 57 años pesan mucho. Y también una vida dura de trabajo que comenzó a los 7 años en la zona sur de Rosario vendiendo verduras. Después trabajaría en la construcción y como vendedor ambulante, siempre intercalando esas changas con el cartoneo. Su último empleo fue de cuidador de un comercio y lo echaron.
Aunque se distancia un poco de Rosa y considera que “hay más gente buena que mala”, incluso menciona a unas chicas que lo vieron descansando sentado en la vereda y le regalaron una gaseosa que se acababan de comprar, coincide con su compañera en el temor que le despiertan los colectivos. El 40 por ciento de aumento de la actividad es totalmente palpable en el tránsito de la ciudad: los cartoneros arrastran sus carretas por la calle, bordeando las veredas a fin de tener acceso a los volquetes, complicando el paso de los autos y por supuesto del transporte público. Rosa y Gabriel sienten muy cerca los bocinazos y los insultos por igual. “Los colectiveros te rozan. Yo voy bien pegadita al lado de los autos, después paro cuando hay un volquete y con un gancho voy sacando el cartón y las bolsas”, comenta ella, a lo que Gabriel agrega: “Están peligrosos los colectiveros. No sé qué se creen, te pasan a un centímetro de la carreta. La otra vez a un chico lo chocó un colectivo. Se levantó, corrió la carreta y se fue, y le dijimos «¿cómo no te tomaste la patente?». Se perdió una semana de trabajo. Hay chicos a los que les pisaron la carreta y se quedaron sin trabajar”.
La voz de la calle
Hora de hacer una pausa. Cerca de las 2 de la tarde, los cartoneros que están en Richieri y Montevideo se toman unos minutos para comer. Los platos cargados de arroz y salsa que ellos mismos cocinan reuniendo los ingredientes entre todos, se reparten y se terminan rápido. Algunos ni tocaron la mesa. La jornada de trabajo sigue enseguida para Carlos Junco y Marcelo Sosa encargados del reciclaje de los materiales reunidos tras la venta.
La misión que tienen por delante, en la que colaboran la hija y el nieto de Junco, uno de los “referentes” que recala en el predio, es separar el cartón, el papel blanco, el plástico y el vidrio que él mismo ha comprado a los cartoneros para revender. Enseguida se suma uno de sus hijos, un vivo retrato de su papá. La familia posee un camión viejo con el que trasladan a algunos de los recolectores al acopio desde Empalme Graneros cada mañana. Uno de ellos es Marcelo Sosa, un cartonero de 44 años que tras quedarse sin vivienda, fue alojado por los Junco en su hogar.
“Acá somos un grupo, nos levantamos casi todos juntos. El camión nos trae, somos 30, 20 a veces 10. Acá te dan el desayuno, podés tomar tu mate cocido, es como una familia. Agarrás una carreta y te vas a cirujear”, resume sobre el inicio de cada uno de sus días. Carretea y volquetea desde los 13 años.
“A partir de las 7 sale un grupo, otro a las 8. Se vuelven como a las 4, pero los recorridos son distintos. Podés volquetear o tener locales, pero no todos tienen el mismo. Es el instinto de cada uno, surge. Nos vamos cruzando. No pasa nada, nunca hubo problema, el sol sale para todos. El que quiere va a laburar”, dice convencido.
Carlos suma su voz a la descripción del proceso que sigue a la recolección: “Lo que se recolecta se queda acá y nosotros reciclamos, sacamos el cartón por un lado, el plástico por otro, la chatarra por otro lado. No laburamos con vidrio. El nylon va a otro lado”. Antes de la separación, el material se pesa en una balanza. Paga el referente. Actualmente, el cartón atraviesa un descenso considerable de su precio y el incremento del cirujeo obliga a los volqueteros a redoblar esfuerzos. Así y todo, deben caminar el doble y juntar otros materiales, como por ejemplo, el plástico, si quieren reunir el dinero que ganaban tan solo unos meses atrás.
“Te peso y te pago. Luego, se recicla y se vende a Berreta”, dice en referencia a una empresa ubicada en avenida Perón al 7600 que compra solamente cartón. “Ellos son dueños de los tachos que traen acá y en donde se tira el material –continúa el referente–A las botellitas las llevamos nosotros a Galvez. Vendo en un acopio”.
“A la tarde, nos juntamos y nos vamos ya cada uno a su casita. Ese es el turno laboral del día”, remata Marcelo a lo que Carlos adhiere: “Antes molestábamos a la gente cuando acopiábamos en la calle. Acá se trabaja mejor, todos adentro”. “Y cada uno tiene su platita del esfuerzo que hace. Nos ganamos la monedita”, completa Marcelo. Según sus cuentas, hay días que pueden llevarse hasta 30 mil pesos, pero en otras jornadas apenas arañan los 5 mil. Para él, la suerte está echada: “Depende de la calle. La calle te dice todo”, remarca.
Del centro de acopio municipal salen unas 250 toneladas de cartón por semana. Tanto los cartoneros como los funcionarios del lugar asumen la necesidad de inversión en maquinaria que les posibilite enfardar el material y así, poder sumarle valor, lo que posibilitaría que cada ciruja se lleve más dinero por su trabajo. Es lo que quiere Jonatan, juntar más para que sus dos hijos de 8 y dos años vivan mejor: “Este laburo cansa, pero si tenés familia no podés tirarte para atrás. ¿Con qué le das de comer a los chicos? Les tengo que cargar la tarjeta para que vayan a la escuela. Yo trabajo todos los días, a veces comemos un guiso y a veces nos damos un lujo y comemos bien. Y si no, se come lo que se puede”, indica.
Silencia el celular y la cumbia se apaga. Busca en el aparato las fotos de su esposa y los nenes vestidos como jugadores de fútbol, en distintas escenas con paredes de ladrillos sin revestir de fondo. Parecen felices. Esas mismas imágenes –asegura–son las que pasa en su mente cuando tira y tira bajo un sol implacable y de pronto, la suerte se sube al carro para transformalo en un cazador de tesoros invaluables.
–Cuando carreteás te encontrás con buena gente que te ayuda. Una vez, no tenía para comprarle la bici a mi hijo y quería juntar pero no llegaba. Un día bajó uno de un edificio y me dijo que tenía una bici de un nene y me preguntó: «¿La querés?»”.
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