Al día siguiente de que el jefe del ejército boliviano le sugiriera la renuncia a Evo Morales, armé la valija pendiente de la situación en El Alto, la ciudad pegada a La Paz donde está el aeropuerto. Soy argentino, desde enero vivo en Bolivia y tenía que viajar a Panamá por trabajo. Pero en El Alto, al parecer, la policía había sido desbordada y se refugiaba donde podía. Los diferentes destacamentos habían sido tomados y algunas personas comentaban que habían saqueado todas las armas.

Arreglé con un taxi para que pasara a buscarme a las 17. Eso era exactamente nueve horas antes del vuelo, pero prefería ir mientras hubiera luz. También decían que la aerolínea había cancelado el vuelo la noche anterior. Llamé a Avianca, pero sabían poco y nada. Cinco menos cuarto tocaron el timbre: "Baje rápido que habrá conflictos", me apuraron desde el portero eléctrico. 

Cerré la puerta cuidándome de que trabara bien. Desde que la policía se había amotinado, el grupo de chat del edificio insistía en que nos aseguráramos de que la puerta no quedara abierta.

Cuando bajé a la calle, el taxista hablaba por radio procurando obtener alguna información sobre cómo estaba el camino, pero nadie estaba subiendo al aeropuerto así que se sabía poco. La ciudad estaba semivacía. 

La ruta hacía El Alto es un camino de muchas curvas y en pendientes muy pronunciadas, donde los autos apenas si pueden ir en primera. A veces parece que van a quedarse ahí. Las pocas personas que había en la calle nos miraba pasar, extrañadas.

—Da un poco de miedo como nos miran, ¿no? —me dijo el taxista—. Y todavía tengo que bajar.

Llegamos hasta la entrada a El Alto y una barricada nos detuvo. Otros autos estaban en la misma situación.

—Ya vuelvo, jefe —avisó el chofer. Y se bajó a hablar con los que estaban bloqueando el camino.

Al rato volvió.

—No puedo seguir avanzando —me informó—. Pero hay otras personas que van al aeropuerto. Puede cruzar e ir con ellas caminando, o tal vez encuentre algún taxi más adelante… O quizás, si tiene suerte, una moto.

Pagué y me acerqué hasta la barricada. Dos chicas con enormes valijas iban a ir al aeropuerto caminando. No sabía si sumarme o no. El taxi ya se había ido, así que decidí acompañarlas. El padre de una de ellas, que las había llevado en auto, las iba a esperar un rato por si regresaban. Teníamos que caminar aproximadamente cuatro kilómetros desde ahí. Tiempo tenía de sobra. Nos recomendaron ir por una callecita hasta la Avenida del Policía. De ahí, directo al aeropuerto.

En cada esquina una estructura formada por alambres, cajones y piedras evitaba que los autos circularan y nos obligaba a tener que agacharnos para continuar. Nuestros pasos eran acompañados por miradas de incredulidad de las personas que dejábamos atrás, consejos de que cambiáramos de opinión y volviéramos, y en algunos casos también buenos deseos para el futuro.

Cada tanto se escuchaba algún grito de alerta, y alguien al costado del camino señalaba a lo lejos: vienen por ahí. Todas las personas que cruzábamos se movían en grupo y vigilaban un sector de la calle. 

Ninguno de los tres hablaba mucho. Al rato, medio riéndose, una de la chicas me dijo: "Vos deberías hablar, que sos extranjero, seguro vamos a tener menos problemas".

Ellas estaban más convencidas de llegar que yo, que avanzaba evaluando a cada paso qué me convenía.

"Tranquilo, sigamos… En todo caso nos refugiamos en una casa o un hotel", decían sin detenerse.

Tal vez fueran partidarias de Evo que debían fugarse por seguridad, o quizás habían comprado ese vuelo con tanta anticipación que no podían darse el lujo de perderlo. No les pregunté. Una de ellas hablaba por teléfono con el padre que seguía esperándolas en el mismo lugar donde lo habíamos dejado. Procuraba tranquilizarlo y le decía que regresara a casa, mientras yo prestaba atención a los rumores de una brigada de vecinos instalados en una esquina que aseveraban que ya estaban por llegar los vándalos.

Pasamos dos o tres barricadas sin mayores sobresaltos. Nadie detenía nuestro paso. A medida que avanzábamos había más gente alrededor de fogatas, armadas con palos y escudos hechos con chapas. Nos ayudaban a levantar el alambre de las barricadas para que pudiéramos pasar. Ya empezaba a atardecer. Estaba claro que teníamos que apurarnos si queríamos llegar al aeropuerto con luz.

—¡Ey, ustedes! ¡¿Hacía dónde están yendo?! —nos preguntaron en una gran barricada, donde había unos policías.

—Al aeropuerto —le dijimos.

—No van a llegar—contestó una mujer que, según intuí, era la que lideraba el grupo―. Más allá estará difícil. Esto es Ciudad Satélite, nosotros somos buenos, pero si siguen estarán entrando a lugares más peligrosos.

Alguien del grupo me miró y me dijo:

—Sos demasiado blanco para seguir, te van a molestar… si no te hacen algo peor.

Empecé a evaluar mis opciones. Podía seguir caminando. Salvo mi notebook, llevaba muy poco de valor. Me sentía en una de esas películas en las que extranjeros deben escapar de zonas de guerra. También podía quedarme en el hotel del aeropuerto, pero tendría que estar ahí toda la noche y después ver cómo bajar. Quizás fuera más seguro que quedarme en mi barrio, pero lo cierto es que hacia adelante se veían más barricadas, y en cada nueva barricada que cruzábamos la cosa se ponía más espesa que en la anterior.

Tampoco sabía cómo volver. Ningún taxi del centro iba subir a buscarme. Mientras pensaba qué hacer seguía caminando. Las chicas sí o sí querían llegar. En cambio, yo, cada vez tenía más dudas. Había dejado de contestar los mensajes de mis hermanos y de mis amigos para no preocuparlos.

Llegamos a una nueva barricada donde había unas cien personas alrededor de una fogata de neumáticos. Sentía que habíamos caminado varios kilómetros, pero apenas habían sido unas quince cuadras. Supe que el resto del camino iba a ponerse más complicado, y entonces decidí volver.

—Me vuelvo —les dije a las chicas.

Les deseé buena suerte y allí nomás regresé sobre mis pasos.

Ya había caminado en El Alto con la oscuridad y no había sentido miedo, aunque si unas miradas persistentes. Ahora había mucha gente en la calle, tensa y expectante, que me miraba con extrañeza. Atardecía y los cuatro mil metros de altura obligaban de vez en cuando a acercarse a las fogatas o mantenerse en movimiento.

En cada esquina seguía la amenaza siempre latente de los vándalos  que iban aparecer en cualquier momento pero nunca aparecían. ¿Quiénes eran esos vándalos? No estaba claro, nadie sabía.

Cuando atravesé la barricada final de mi camino de regreso, un grupo de hombres me pidió abrir la valija y mi mochila. Uno de ellos me reconoció, porque me había visto subir un rato antes, y tranquilizó al resto.

Algunos minibuses estaban esperando pasajeros. Vi un taxi dar la vuelta en U en dirección a La Paz. Me acerqué rápido y le pregunté al taxista si me llevaba a la zona sur. Dudó, pero finalmente dijo que sí. Subí y el auto arrancó. A los pocos metros de andar, pude ver al padre de la chica, que todavía esperaba.

Mientras iba dejando atrás las barricadas, empecé a responder mensajes. Por la radio pasaban un comunicado del jefe de la policía de El Alto; aclaraba que en ningún momento la fuerza de seguridad le había faltado el respeto a la wiphala, la bandera que identifica a los pueblos originarios, y que los videos que circulaban de policías quitándose la bandera del uniforme que habían enardecido a la ciudad, eran falsos. Buscaba un perdón que no llegó.

En el viaje de vuelta vi aún menos personas que en el de ida. Toda la ciudad se preparaba para una batalla. En el grupo de WhatsApp del edificio llamaban a una reunión para las 20 en el área común. Se iba a comentar la situación general y se tomarían decisiones para la larga noche que nos esperaba. Avisé a todos que estaba de vuelta, sano y salvo, me comí alguna puteada por lo que había intentado hacer, y en la tranquilidad de mi departamento me enteré de que mi vuelo había sido cancelado.