Desconozco el origen, pero en algún momento de nuestra historia se consolidaron estereotipos antagónicos cercados por una mitología desbordante que obturó a priori la profundización de algunos debates. A riesgo de ir contra esa tendencia dominante, buscaré -más allá de esta diatriba ¿ideológica?- postular cuestiones de fondo ligadas al fenómeno de la irrupción del llamado (estratégicamente) “lenguaje inclusivo”.
En este sentido, invito a todo aquel que quiera colaborar en la indagación de esta temática a seguir estas líneas pensándolas no como premisas cerradas e inflexibles sino como un conjunto de tesis siempre dispuestas a la tensión y el debate. Por otro lado, a quienes lleguen aquí con un sistema de ideas y creencias hermético de corte dogmático, les recomendaría que no pierdan el tiempo con esta lectura, ya que suelen poseer todas las respuestas en la palma de su mano.

En primer lugar, considero prudente para el análisis que el “lenguaje inclusivo” sea mirado con dos prismas: el semiológico y el político.
El foco de sus defensores está puesto centralmente en la discusión semiológica. Aquí está la falencia basal del “lenguaje inclusivo” y de los planteos que intentan sostenerlo. El problema fundamental de la propuesta está rubricado en la indistinción entre lenguaje, lengua (langue) y habla (parole). Básicamente, desde el punto de vista semiológico, se intenta tomar un parte por el todo (sinécdoque puramente retórica) para lograr una aparente justificación de la tesis. En resumen, se arguye: Como el lenguaje cambia el mundo, cambio el lenguaje y por lo tanto arribo a un mundo más justo. Esta definición es discutible por su simplicidad, pero el inconveniente está en otro lado, y tiene que ver con que cambiar determinados sufijos no es modificar el lenguaje, es (tratar de) modificar el habla y quizás la lengua (como normativización). Por lo tanto, y para expresarlo rápidamente, no es escribiendo con la “e” en la última sílaba, o con la “x”, como se genera un mundo más justo. Sería demasiado sencillo, ¿no?

El lenguaje, que es lo que nos diferencia de los animales, es decir, nuestra capacidad de simbolizar (somos animales simbólicos), genera transformaciones (incluso podemos decir que todo es lenguaje para quienes así les gusta, pero eso es para otro debate); no obstante, como sabemos desde que lo enseñó Saussure (a quien ahora le están haciendo decir cualquier cosa), éste es heteróclito y multiforme, y trasciende largamente al habla (o a la escritura). Lenguaje es cultura, y siempre es modificable y está en tensión y movimiento, pero desde una multiplicidad de lugares. Por tales razones, considero que las explicaciones semióticas para el uso del “lenguaje inclusivo” son insuficientes, básicamente porque un cambio morfológico nada tiene que ver con un cambio conceptual. La igualdad de género y la inclusión en la diversidad no se hallan en los sufijos de las palabras.

Si bien es tentador pensar que sí, porque representa un camino fácil (alguien desde su casa en Twitter escribe con el “@”, la “x” ó la “e” al final de determinados vocablos y así “lucha” por la justicia), la propuesta está destinada, al menos desde este enfoque, al fracaso. La inmutabilidad como la mutabilidad del signo lingüístico están ligadas a factores que se encuentran mucho más allá de la planificación de un grupo de hablantes (por más bienintencionados que éstos sean).

A su vez, entre quienes rechazan el “lenguaje inclusivo” se encuentra un grupo (mayoritario) de personas que utilizan la RAE como argumento, sin darse cuenta de que están cayendo en similar error. Además, va de suyo que los policías de la lengua de la RAE redundan y redundan e insisten en redundar en una estaticidad de las palabras y el vocabulario. Pero, ¿qué pasaría si la RAE acepta como válido el “lenguaje inclusivo”? ¿Toda esta gente estaría de acuerdo? ¿Automáticamente? Probablemente no, porque de ningún modo ninguna normativización (o incluso imposición virulenta como conocemos en nuestra historia) puede romper el contrato entre los sujetos. Entonces es una falacia argumental recurrir a la corona española para zanjar la duda. El “lenguaje inclusivo” tiene un problema lingüístico en su matriz y un problema de comunicación en el ámbito de la implementación social. Y si se impusiese por cualquier vía -y acá está el tema central- no generaría per se una sociedad más igualitaria. Sólo sería otro modo de hablar.

Por otro lado, el “lenguaje inclusivo” contiene en su seno un pleno carácter político, que sí tiene un poder (sobre lo) real, y empírico, y de hecho se ve en la práctica por los debates que ha instalado (sobre todo por la cantidad de personas que lo está militando). Determinados procesos por la igualdad (principalmente los protagonizados por la gesta de las mujeres) han sumado fuerza de estos debates. Por lo tanto, más allá de estar de acuerdo o no, su potencia radica en ese sentido. Es decir, el “lenguaje inclusivo” debe encontrar una argumentación estrictamente política, porque la semiótica (aunque sea más atractiva) no tiene sustento alguno. No obstante, a veces, enamorarse de un instrumento otrora eficaz suele conducir a un resultado opuesto al esperado. Por lo tanto, creo que esta modalidad para llevar adelante una política de visibilización de las desigualdades deberá ser, en algún momento, reemplazada por otras en función de que la interpelación monolítica tiene límites: el hartazgo del sector interpelado, o tornarse reaccionario, por ejemplo (pero esto también es para otro debate).

Entre el tribalismo y la impostura

Más allá de la discusión lingüística y filosófica, detrás del “lenguaje inclusivo” existe una lógica tribal (tan válida como cualquiera), de reconocimiento mutuo entre integrantes de determinados sectores. Para ser breve: si digo “compañeres” soy del palo. Me encuentro con otros. Es algo habitual. No obstante, más allá de que entre la pugna, la postura más abiertamente agresiva es generalmente de los anti, existe en los pro “lenguaje inclusivo” (como mínimo) un cierto halo de recelo hacia quien no está de acuerdo con el cambio en los sufijos de determinadas palabras. Es como la clausura del debate: parece que tenés que estar de un lado o del otro, aceptar sin cuestionar demasiado, y además cumplir con ciertos parámetros. Si sos de izquierda, del campo popular y/o progresista (como quieran llamarlo) tenés que estar de acuerdo, muy probablemente, con el “lenguaje inclusivo”. Y no porque alguien te amenace, sino por la existencia de una atmósfera de preceptos tribales, cuyos códigos presuponen sellar una distinción entre el sujeto patriarcal y el que pretende no serlo. Por supuesto, hay ámbitos y ámbitos, pero el punto es que cierta lógica ficticia desembocó en esta cuestión, a la que también le viene inherentemente ligada la impostura: todos conocemos hombres que dicen “chiques” y a la vez están acusados por violencia machista. ¿Y entonces? ¿Se están deconstruyendo? ¿Cambiando una sílaba? ¿Seguros? Qué eficacia del tan cuestionado maniqueísmo…

Sucede que “en determinados ámbitos tengo el deber de hablar con la 'e' o con la 'x', porque así pertenezco”. A su vez, es contradictorio plantear una “libertad” en el habla pero luego mirar de soslayo a quien no se pronuncia como yo.

No existe postura más relativista (y por lo tanto más conservadora) que afirmar: “Cada uno habla y escribe como quiere”. No es así. Lo siento. Y no es así (en la teoría y en la práctica) por múltiples cuestiones, entre otras porque existe un contrato (flexible, claro) entre los sujetos que si se rompe dificulta la comunicación. Imaginen tratar de leer Los hermanos Karamazov (de 800 páginas) escrito como se le antojó al traductor. Imposible. El cinismo obligatorio de que hay tantas verdades como personas es una falsedad relativista, pero por sobre todo una falsedad empírica, a la que siempre la izquierda está tentada en caer. El mundo no funciona así. Como decía el escritor Ricardo Piglia: “Si el mundo funcionara así, no podría ni tomarme un colectivo, porque como no hay verdad (y no hay Totalidad) el chofer me puede llevar a cualquier lado y decirme que para él está bien porque es su verdad”. Con el habla pasa lo mismo. Indico esta cuestión porque he escuchado en reiteradas oportunidades argumentos de este tenor, entre otros tantos, iguales o peores.

Por último, hoy vislumbramos focos de formalización del “lenguaje inclusivo”, la mejor manera de quitarle lo poco que le quedaba en su raison d'être: ser contestatario. Como está sucediendo en algunas instituciones escolares, la normativización de este mecanismo (de concretarse efectivamente) serviría para hacerle perder completamente el carácter político (que en algún momento tuvo), y por ende volverlo fútil del todo, ya que si es formal no interpela, y como es una modificación impostada en la lengua no cambia el mundo (porque no estamos hablando de lenguaje). En resumen: ya no serviría absolutamente para nada. Pero sucede -digámoslo con todas las letras- que algunos académicos (no todos, por supuesto) compiten en ver quién es más progre… Aquí no importa demasiado el sustento teórico o práctico o, incluso, democrático; importa precisamente eso: quién es más progre. No se puede intentar un mayor análisis. Además, la institucionalización del “lenguaje inclusivo” en los establecimientos educativos obliga de hecho a los trabajadores docentes a aceptarlo como válido de manera inexorable. Ya un profesor no tendrá la libertad de generar planteos al respecto. Está forzado a acatarlo (por ejemplo, a la hora de corregir un examen). Es decir, para otorgar supuestas libertades en la escritura y el habla de algunos se están cercenando las libertades de otros. Nuevamente, el cuento de la buena pipa. 

En mi caso particular, no lo uso. Nunca lo usaré, probablemente. No me molesta que lo usen, en absoluto. Entiendo su lógica tribal y política (y hasta la comparto). Conozco grandes militantes que lo utilizan, y que ponen todos los días el cuerpo en los territorios por una sociedad mejor. No tengo nada que decirles más que mis mayores y más sinceros respetos y admiración. Me molestan, sí, un poco, los policías de la lengua y el sentimiento siempre latente de aquellos que nunca hicieron nada por nadie y ahora quieren correr por izquierda a otros simplemente porque no dicen “todes”. De todas formas, puedo vivir con eso.

El autor es Licenciado en Comunicación Social (UNR), periodista y escritor.