La Copa América empieza a jugarse en Rusia. O al menos, eso parece. El centro de Moscú está lleno de latinos. Las calles se dividen entre argentinos, mexicanos y peruanos, muchísimos peruanos. La salvedad corre para los brasileños que están a trece horas de viaje en auto y mucho más para los uruguayos, que desde casi 1800 kilómetros hicieron tronar todos los rincones de la Plaza Roja por el cabezazo de Josema Giménez. Los hermanos de Costa Rica y Panamá están en modo tour. El lugar donde juegue su equipo es accesorio.

Antes de ir a Samara y Sochi, respectivamente, prefieren sacarse fotos con la estatua de Karl Marx, desilusionada con la comercialización de los paseos históricos ubicados a metros del Kremlin. La globalización trajo el mundial a Rusia y pone sus condiciones. Invita un café en el Starbucks, mientras contemplamos la inmesidad del Bolshói y el resto de los teatros que nacieron a su sombra. Lo que no se negocia es el idioma. Ruso cerrado. Señas y traductor de Google -gracias internet- para saber si usamos bien los mapas en el metro que, cada día, transporta a 8 millones y medio de personas que desprecian al inglés y el resto de las lenguas extranjeras.

En la metrópoli se multiplican los banderazos, suenan las canciones que quieren destronar al "decime que se siente" y alguno que otro se anima a tirarle piropos a las flacas y austeras (ex) soviéticas, tal como dicen Los Redondos. A falta de manual de la AFA, una dosis de argentinidad al palo. 

La periferia es diferente. Quedan los esqueletos del comunismo. Edificios en los que se formaron miles de trabajadores en pocos metros cuadrados que hoy son alquilados por un puñado de dólares. Si sigue cotizando a $28, con 21.000 pesos se pasa el mundial en uno de esos dos ambientes que transpiran la humedad heredada desde la caída de la Perestroika.

De fútbol, los rusos cuentan poco. Ni siquiera con un 5-0 en el debut, sus nativos muestran entusiasmo. El Mundial es de los latinos, que dejan la sangre en las reuniones multitudinarias. El resto del día, esperan a que el semáforo les de paso para cruzar la calle y ante cada gesto adusto de los locales obligados a hacer favores, responden con un 'spasiba' en señal de agradecimiento.

Ese ánimo festivo y lleno de camaradería, tendrá un obstáculo que sortear. Islandia llega con la ilusión de un amateur, breve, como una noche del verano ruso en el que oscurece a las 22 y amanece a las 2.30. Pretende dar una sorpresa en una fiesta donde no parece tener lugar porque los flashes que se disparan habitualmente contra la fastuosa figura del luchador que da la bienvenida en el estadio del Spartak, los tiene reservado un zurdo que usa la 10.