Io senza te no poso respirare

Vincenzo Di Moranti

¿Qué es la inspiración? ¿Un brote de creatividad repetina? ¿Un reflejo que nos traspasa y se convierte en acto? ¿Un estado de gracia? ¿Una reacción química a la existencia del deseo?

La vida es un sube y baja. La inspiración viene y se va, como la mayoría de las cosas. Se sabe: inspirar es también tomar aire. Pero para después soltarlo.

¿Qué inspira a la inspiración? ¿Cuál es su propio oxígeno, qué le da vida? Busquemos donde busquemos, al final siempre hay un misterio.

Vladimir Ilich Tao Tse Tung, el maestro que inspira esta columna y a miles de personas en todo el mundo, sintió que el clima que se vivía en el crucero Eugenio B en los días que estuvo parado en Río de Janeiro preparando la nueva partida, era inspirador.

Siempre un viaje que está por empezar estimula, pone a andar la imaginación, activa el deseo. Son como nuevos comienzos, páginas por escribir. El único riesgo es la ansiedad. Querer llegar a destino sin atravesar el camino.

Pero a Vladimir le gustaba el camino. Lo observaba sin prisa. Y eso que observaba quedaba dentro de él (cuando aprendió a transmitir todo eso que había acumulado fue que se transformó en maestro inspirador de figuras de la talla de César Luis Menotti y Fausto Papetti). 

En aquellos días del Eugenio B en Rio, Vladimir vio el rayo de la inspiración caer sobre un hombre, sacudirlo, apoderarse de su cuerpo y de su alma, darle luz, impulso, fuerza vital. Para sacar de allí la más maravillosa música, la más estimulante poesía.

Vincenzo Di Moranti era ese hombre. Puede sonar raro hoy, que se sabe cuál fue su suerte y la de su música. Pero esta columna no se escribe leyendo el diario del lunes, sino que, ya que hablábamos de Menotti, hace eje en el recorrido, no sólo en el resultado. Sepan los que juegan al Prode, la vida es un enorme empate: todos vamos a morir.

¿Qué fue lo que iluminó a Vincenzo? ¿Escribir en italiano y que lo entendieran? ¿Alejarse de Ipanema, Tom Jodín y toda esa manga de alegres que lo rodeaba? ¿Liberarse de la mamma y la rotisería especializada en ravioles a la bolognesa? ¿El mar? ¿Trabajar con su amigo Vito Nebbia?

Acaso todos esos factores tuvieron incidencia. Pero seguramente ninguno como la de Gal Bosta, la heredera del malogrado Don Bosta, que era ahora la nueva dueña del crucero Eugenio B.

Para que las cantara ella componía Vincenzo las canciones. Y eso sí que le resultaba inspirador. Ella era su musa y su más ferviente deseo. Y la voz. Sus canciones en esa voz, en esos ojos, en esos rulos negros, en ese cuerpo ligero.

Fueron más que canciones las que creó Vincenzo Di Moranti. Fueron un género: la bossa nostra. Brasil e Italia. Alegría y enojo. Susurro y  grito. Gal y Vincenzo. 

Y fue extraño lo que pasó con ellas, aclamadas a bordo del crucero Eugenio B, donde se estrenaron y cantaron durante meses con singular éxito, pero absolutamente ignoradas fuera de él, en tierra, tanto que ni siquiera hizo falta el olvido.

No sólo eso: desde que se alejó para siempre del crucero Eugenio B (ya hablaremos de ese duro episodio), Vincenzo nunca más compuso una canción, ni tocó las que había escrito. La inspiración lo dejó para siempre. O no, en realidad: volvió, pero ya no se convirtió ni en música ni en poesía.

"Un hombre se enamora cuando ve en una mujer a todas las mujeres", dice un tema que en las noches del Eugenio B emocionaba a todos los pasajeros del nuevo recorrido del crucero. Vincenzo lo cantaba a dúo con Gal y cuando llegaba esta parte la miraba a los ojos negros, profundos y brillosos.

Vladimir no estaba de acuerdo. ¿Una mujer se enamora cuando ve en un hombre a todos los hombres? ¿Y si se enamora de otra mujer, a quiénes ve? ¿Y si es bisexual? ¿No puede resultar complicado enamorarse de tanta gente? 

La duda, interrogar e interrogarse, inspiraba al maestro.