Straniero, questo e sere uno estraniero

Vincenzo Di Moranti/Bossa nostra

 

¿Qué significa ser un extranjero? ¿Qué se siente al serlo? ¿Todo pasa por una cuestión de territorialidad? ¿Cuál es la patria de uno? ¿Un país, una ciudad, un barrio, una manzana, una casa, uno mismo?

¿Qué cosa define el sentido de pertenencia? ¿No podría haber una patria en sí misma, quizás la más grande del mundo, de todos los que aman la milanesa con papas fritas?

Vladimir Ilich Tao Tse Tung, el maestro taoísta leninista que inspira esta columna y a miles de personas en todo el mundo, de origen ruso-chino y de naturaleza errante, nunca sintió ser de un país y quizás por eso podía estar cómodo en cualquiera.  

Pero Vincenzo Di Moranti no. Detestaba estar donde estaba. Y no había argumento que le entrara. Vladimir, Vito Nebbia, Rosemary Yorio y Nito Metre estaban encantados con Río de Janeiro y sobre todo con Ipanema, el barrio donde Vincenzo se había establecido con su madre tras exiliarse de una Italia irrespirable por el fascismo y la guerra que asomaba inminente.

La madre de Vincenzo había encontrado la forma de que tuvieran un buen pasar: abrió una rotisería que hacía unos ravioles a la bolognesa únicos, consumidos por la creme de la creme de Ipanema. Pero su hijo sentía que no encajaba. Y que eso era ser un extranjero.

El decía que intentaba. Por ejemplo con la música. Se esforzó por incorporar ritmos locales a sus canciones. Pero nadie empatizaba con sus letras, escritas en otro idioma e impregnadas de derrota. Eso le fue generando un resentimiento, sobre todo con los músicos que cada noche brillaban en el bar de la esquina de su casa y que habían deslumbrado incluso a Vladimir, Vito, Rosemary y Nito la noche que conocieron Ipanema. Tom Jodín era el más conocido de ellos y al que más odiaba Vincenzo, pues sentía que se burlaba de su suerte cuando habitualmente iba en busca de ravioles a la rotisería y lo saludaba con un "¿tudo bem?". 

Uno es extranjero cuando no se habita a sí mismo, le dijo Vladimir una tarde, mientras se refrescaba junto a Vincenzo con unas cervezas artesanales –en esa época abrían una cervecería por día en Rio de Janeiro– en un bar frente a la playa donde Nito, Vito y Rosemary disfrutaban de un baño de mar.

Gobernarse a uno mismo; ser tu patria, tu propia tierra. Amarte, defenderte, hacer bandera. No importa dónde, insistió el maestro. Pero Vincenzo se enojaba, golpeaba la mesa. Pedía por favor que lo ayudaran a salir de ese lugar: que destestaba los porotos, el carnaval, Iemanjá. Y que odiaba a Tom Jodín y a todos sus seguidores. Y que no, no estaba todo bien.

Vincenzo dijo que lo llevaran a conocer el cruceo Eugenio B, que había quedado en el puerto, sólo con Rosa Luxen Virgo a bordo, a la espera de una resolución sobre los reclamos judiciales que había realizado la familia de Don Bosta, el dueño original, luego de su trágica muerte en alta mar. Que a lo mejor, si el barco retomaba viaje, podía ser parte de la tripulación.

Vladimir pensó que irse no era la solución para Vincenzo. Pero un movimiento es un movimiento y siempre puede ayudar cambiar las cosas de lugar. Estaba dispuesto a acompañarlo.

Más tarde Vladimir se fue a caminar solo junto al mar. Necesitaba pensar en su propia extranjería, su eterno exilio. Se acordó que la primera vez que entró a un aula de la Universidad de Berlín, y conoció a Tomasito Mann, el poeta sanador Bertolino Brech y al escritor Germán Villa Hesse, sintió enseguida que tenía un grupo de amigos. Entonces, no fue extranjero.

Pero que sí estuvo incómodo en su cuerpo las veces que amó posesivamente, hasta el punto de no desearle el bien supremo a la persona amada si no estaba bajo su control. O cuando los diálogos mentales, esos que nunca llevan a ningún lado, lo invadían y no conseguía acallarlos.

Soy exiliado, ¿pero de dónde? ¿Dónde está mi patria? ¿En mi cuerpo, en mi mente, en mi corazón?

El torrente de pensamientos lo interrumpió una escena inesperada. Una mujer joven, mulata, voluptuosa, que escribía sentada en la arena, más brasileña que el dulce de leche, se levantó hecha una furia a increpar a un grupo de chicos que jugaba al fútbol, tras recibir un pelotazo en la cabeza.

Vladimir se acercó, intermedió, la calmó y luego se sentó con ella. Le pidió que le mostrara lo que estaba escribiendo:

"¿Dónde está mi casa?

Soy extranjera de mí misma

Y me busco incansablemente

Y me pierdo

y me encuentro".

Vladimir quiso perderse con ella.