Un jueves por la tarde, con sol a pleno sobre el Obelisco y la 9 de Julio cargada de autos y motos, la sensación era que uno estaba llegando a Buenos Aires para hacer un trámite más que para cubrir el clásico rosarino más importante de los últimos años. Sin banderas en la autopista, sin hinchas en las tribunas del suburbano estadio de Arsenal de Sarandí. La capital del país se concentraba en las ya clásicas protestas en el centro y en los bares y cafés no se hablaba de otra cosa que no fuera la “final del mundo” que se viene entre Boca y River por la Copa Libertadores. El clásico desterrado de Central y Newell’s era un “bicho raro” en la agenda de una ciudad que siempre mira para adentro.

El GPS del auto marcó que el reducto Julio Humberto Grondona, ubicado en la calle Julio Humberto Grondona, del caserío Julio Humberto Grondona, estaba a 100 metros de la valla que un policía obeso cerraba casi con desprecio.

Con el bagre picando fuerte en las barrigas de los periodistas y camarógrafos en el mediodía del sur del Gran Buenos Aires, el único tumulto de la tarde se armó en torno al solitario puesto de choripanes y sánguches de bondiola.

Fui testigo de todos los clásicos rosarinos desde el año 2002 hasta este de Copa Argentina. Dieciséis años. Vi caer rachas históricas, palizas, goles de cabeza y con la testa vendada, gritos en el primer minuto de juego y alaridos en el tercer minuto de descuento. Vi cómo muchos técnicos tuvieron que armar las valijas y vi cómo otros fueron elevados a la categoría de semi-Dios. Este fue, sin dudas, el más extraño de todos.

Fue como ver una película entre un público selecto. Una obra de teatro con ingreso limitado. Una función de circo donde todos, por la cercanía con el centro del escenario y por protagonismo no buscado, nos sentimos los magos, los payasos, los malabaristas y el dueño de la carpa. A pesar de la tensión dominante, todos ponían buena cara porque no había nadie a quien “venderle humo” fuera de ese círculo cerrado de futbolistas, cuerpos técnicos, dirigentes y hombres y mujeres de prensa.

El último tren del ramal Bosques, con destino a La Plata, indicó que la tarde había terminado. En realidad, ese fue el último tren que vi pasar, porque los trenes, como los clásicos, nunca dejan de pasar. Los vagones azules y blancos se llevaron los gritos canallas victoriosos y los lamentos leprosos. A esa altura, todos sabíamos que un clásico histórico se había jugado ante nuestros ojos, pero que la pasión y el corazón estaban en otra parte.