En el fondo de mí veo temor y veo sospechas (Charly García-Influencia)

 

¿Por qué hay que salirse de la zona de confort? ¿Acaso a alguien le gusta estar incómodo? ¿Sí? ¿Por qué?

Lógica que estás en los cielos santificado sea tu nombre, hágase tu voluntad. ¿Tiene voluntad la lógica? ¿Tiene lógica la voluntad?

Hay veces que las preguntas no llevan a ningún lado: sólo enredan. Una pregunta que lleva a otra pregunta que lleva a otra pregunta que lleva a otra pregunta. En el fondo de todo está la sospecha. La intriga. Miente Tim Burton: no sabemos cómo vamos a morir hasta que la muerte sucede.

Pero entonces, ¿hay que salirse de la zona de confort?

Vladimir Ilich Tao Tse Tung, el maestro taoísta leninista que inspira esta columna y a miles de personas en todo el mundo, quería estar cómodo. Sentirse bien, qué más. Todo el tiempo posible. Entonces no quería salirse de la zona de confort. A veces se resistía. Se aferraba. Porque, hay que decirlo, a Vladimir lo aterraba la intemperie.

Pero bueno, podría decirse que el maestro era un tipo normal. Mortal. Le gustaba amar y ser amado. Pensar y pensarse. A veces, es cierto, le costaba ampliar la mirada (hay quienes dicen que si la hubiera ampliado un poco más podría haber tenido un lugar más destacado en el ranking de la AFP, la Asociación de Filósofos Profesionales, algo que en un país exitista como este no es poco).

¿Alguien puede culparlo por eso? Sí, claro. Siempre hay alguien con el dedo levantado dispuesto a juzgar a otro.

Pero aquel Vladimir joven quería aprender, estudiar, conocer, ser libre. Y viajar. Para adentro y para afuera. Subirse a los trenes.

Buenos Aires lo ponía en contradicción como nada. ¿Qué hacía allí? Se había enamorado, es cierto. Pero ese amor no lo invitaba a quedarse: Federico estaba con su música, con el sorpresivo éxito de su grupo Bacteria, con sus giras, con su discurso del amor libre (la palabra poliamor la inventaron mucho después) que Vladimir comprendía pero a la vez no podía terminar de vivir con placer.

La metrópoli lo abrumaba. El trabajo de mozo en la plaza de San Termo era cada vez peor pago y le pedía más horas (MMLPQTP). Así, estudiar se le hacía imposible.

La idea de irse empezó a crecer dentro suyo. El matemático Bepo Trevi la regó desde afuera con sus cartas sobre esa ciudad que lo abrazó, simplemente por ser una ciudad que abraza (¿era cierto o sólo una exageración de Bepo?). Que tenía una universidad y una facultad de filosofía con grandes pensadores.

Vladimir se lo dijo a Vito Nebbia, Vincenzo Di Moranti y Nito Metre. A Rosemary Yorio, que había dejado a Vito y se la veía muy cerca del Músico Más Venerado del País, no (ella le reprochó años más tarde su misoginia).

Vito y Vincenzo, uno más triste y descangajado que el otro por aquello de que nadie puede ni nadie debe vivir sin amor, se agarraron del nuevo plan. Nito Metre dijo que no, que quería quedarse en Buenos Aires, y lo bien que hizo, pues al poco tiempo armó con el Músico Más Venerado del País el primer grupo de rock sinfónico del mundo: Sui Génesis.

Vladimir necesitó pensarlo un poco más. Pero al fin se decidió: correrse de lugar, empezar por llevarse a otro sitio para salirse de un papel que no le resultaba cómodo; ya no ser el que espera. Probar, probar y probar, ya lo dijimos, redondeó uno de los pilares filosóficos del maestro.

Esa noche Vladimir, Vito y Vincenzo conversaron hasta tarde en la pensión de San Termo. Vladimir les dijo que irse a otra ciudad era un cambio, pero que eso no garantizaba nada. Que a veces la zona de confort es el malestar, y entonces definitivamente hay que salirse (citó incuso una frase de un póster que vio en un negocio de calle Forrientes: "El problema no es caer sino apegarse a la piedra"). Que lo que es cómodo hoy puede ser incómodo mañana. Y que hace siempre falta voluntad, actitud, para ir hacia adelante.

A la mañana siguiente compraron los pasajes en el Estrella del Norte.

Vladimir fue a hablar con Federico. Caminó por Buenos Aires, hizo una larga caminata. Desde San Termo hasta el Abasto. Por su cabeza pasaron calles, avenidas, ciudades, recuerdos, personas, alegrías, tristezas, amores, soledades, voces, deseos, bares, miedos, músicas, puertos y una pregunta repetida: por qué, por qué, por qué.

Federico le dijo que no sabía por qué. Que no hay por qué. Por qué se ama y por qué no. Por qué amar no siempre es cómodo.

Estaban en un piso alto de uno de los primeros rascacielos que se construyeron en una ciudad que iba a acumular bloques de cemento hasta casi tapar el cielo. Miraron por el balcón hacia el oeste. El reflejo de un sol naranja les dio brillo a los dos al mismo tiempo, antes de perderse en el horizonte. Se besaron, se abrazaron.

Vladimir se sintió cómodo en los brazos de Federico. Por última vez.