Un humito azul y amarillo afuera del estadio y un par de curiosos subidos al techo chalet de las casas aledañas para ver en directo lo que Chiqui Tapia define como “la más federal de las copas”, en la que paradójicamente, los dos equipos rosarinos juegan en Buenos Aires, exiliados, lejos de su ciudad y su gente.

La voz del estadio se autoanuncia la formación de los equipos y el silbato inicial del árbitro retumba en los confines del barrio. Después, todo es silencio. Sólo interrumpido cada tanto, por el sonido del tren y un tero insistente y gritón que quizás escondió sus huevos cerca del predio del Arsenal Fútbol Club, donde este jueves Central y Newell's se enfrentaron por los cuartos de final de la Copa Argentina.

“Salile, salile”, “rompé”, “cortá”, “dale”. Los gritos de los jugadores y las órdenes de los técnicos se propalan con impresionante nitidez y nos venden la ilusión de presencia, en una tarde de apariencia dominguera, más parecida al clásico de un pueblo, que a la primera división del Fútbol Nacional.

Una tos irrumpe en el vacío y choca contra las tribunas vacías. Un par de policías miran con desgano el ir y venir de la pelota y relojean el tiempo que les queda de servicio.

Como entrar a un boliche bailable sin música y con las luces encendidas. Como jugar al carnaval sin agua. Como bailar en el asalto, con tu hermano. Así de insulso y absurdo es un clásico sin público. Y eso –los hinchas lo saben– no hay resultado que lo cambie.