Que se vaya Messi. Que se vaya ya. Que se vaya a la mierda, que juegue en el Barcelona, ahí todos juegan para él y corre en las finales. Está bien que renuncie ese pecho frío, perdedor, camarillero. Nunca va a ser como el Diego, ese sí que tenía huevos. Que se vaya y que se lleve a todos sus amiguitos; a Agüero, Higuaín, Di María, Mascherano. Y que se vaya Martino también, que venga el Cholo que cuando pierde una final no tiene miedo de decir que es un fracaso, viejo. Si son todos millonarios que no les importa una mierda, presión tenemos nosotros que mañana tenemos que levantarnos para ir a laburar. Que jueguen los de acá que van a poner más huevos. Cómo vamos a perder dos finales con los chilenos, que son un desastre. Está bien, que se vaya Messi y que no vuelva nunca más.

¿Ya está? ¿Nos desahogamos? ¿Vomitamos toda la ira por haber perdido otra final? ¿Ya subimos a Facebook la foto de Maradona levantando la copa? Bueno, ahora volvamos a nuestra invicta cotidianeidad y choquemos de frente a 200 kilómetros por hora contra la realidad: Messi se fue.

Sí, se fue. Se sintió culpable del horrible pecado de no haber ganado un título con la mayor, de haber fallado un penal, de no haber gambeteado a todos los chilenos del mundo para sacarnos de nuestras frustraciones deportivas de 23 años.

Tanto le dijimos a Messi que era culpa suya que no ganáramos un campeonato con la selección, que Leo se lo creyó. Lo mortificamos tantas veces comparándolo con Maradona que Messi creyó, incluso, que estaba por debajo de cada uno de nosotros, argentinos orgullosos que seguramente somos campeones del mundo en cada cosa que emprendemos. Tipos y tipas que todos los días levantamos la copa como padres, madres, hermanos, hijos, vecinos, humanos.

Humano. Eso es Messi; un hombre que juega a la pelota. Casi un chico que se deja la barba para parecer más grande. Un muchacho al que hoy no le importa su insondable cuenta bancaria.

Messi lloró como nunca, y eso no es poco para un jugador que hace más de una década que está en la más alta competencia. Porque podrán discutir y cotejar un montón de cosas de Leo con los otros grandes futbolistas de la historia, pero nunca nadie se mantuvo tantos años en la cúspide. Sin drogas, sin arrodillarse ante el poder, siempre alejado de los chismes y los escándalos. No es para ubicarlo en un plano superior o inferior que otros; es su estilo. Su personalidad.

No soportó perder una vez más y se fue, abrumado por la situación. Y ese es un dato tremendo si hablamos de un hombre que pasó por cientos de horas de terapia en las que le dijeron que en el fútbol hay que estar preparado para la derrota, que es lo que sucede con más frecuencia. ¿O hay alguien que pueda levantar la mano y gritar que en lo suyo ha tenido más triunfos que caídas? Sí; Messi.

Ya está. Messi anunció ante un oscuro micrófono que no se pone más la camiseta argentina. A lo mejor, si Leo lo piensa mejor y siente el cariño de mucha gente, desacelera de 100 a 0 como solo él sabe hacerlo y vuelve. Pero que haya sentido esa necesidad de decirlo es, de por sí, una tristeza muy grande.

Que se vaya Messi. Que se vaya ya. Que vuelva a su mundo de pelotas, de gambetas, de malabares, de rivales que le miran el número de la camiseta, de goles imposibles. Que se quede para siempre a vivir en ese mundo. Este es demasiado despiadado.